Cinco días que quizás se olviden.
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Eran las 3:30 de la tarde del día 22 de
noviembre, cuando retire la bolsa de basura
de la caneca verde espinaca que se
encontraba en mi pieza; la puse de revés y
pinte en ella la bandera de Colombia y sobre
ella escribí en color rojo: “Hasta que la
dignidad se haga costumbre”.
Iban a dar las 5:00 pm cuando salí de casa
con el balde agujereado en la base, y
atravesado por una cabuya para simular un
tambor. Llegué en circular al parque de
Prado y el lugar aún se encontraba “solo”,
pues era natural en los parques ver ancianos
en las bancas tomando café y fumando
cigarrillo, o madres con sus hijos regando
maíz a las palomas. Sin embargo, el
acontecimiento al cual yo asistía aún no se
pronunciaba, e incluso, un sentimiento
amargo me bajó los ánimos al pensar que un
corregimiento que tiene como referente a la
iglesia del parque principal –desde un
sentido arquitectónico histórico y cultural–
tuviera habitando en este, gente indiferente
a la situación social, política y económica de
su país.
Fue una sorpresa grande a mis cavilaciones
cuando pasadas las seis de la tarde, en las
escalinatas del atrio de la iglesia y en su
plazoleta contigua, comenzaba la gente a
juntarse en torno a banderas puestas en el suelo. Recuerdo que habían banderas de los
pueblos Andinos ―Wiphala―, una bandera
anarquista y la de Colombia con manchas de
“sangre”. Sonaban pitos, cornetas, tambores;
pero sobre todo, se escuchaba en esa
escandalosa y desafinada sinfonía, el
golpeteo insistente de las cucharas contra el
metal de las ollas vacías.
Pasaban los minutos y cada vez nos
encontrábamos más estrechos en el parque,
cuando de la multitud surge la voluntad de
ocupar las calles y llevar por ellas el mensaje.
Alzadas las banderas del suelo y con la
dignidad bien puesta, jóvenes, adultos y
adultos mayores marcharon por las calles del
corregimiento de San Antonio de Prado en
una sola voz y con un solo objetivo: en
contra del gobierno del presidente Iván
Duque.
El día anterior, el 21 de noviembre las
centrales sindicales del país, los estudiantes
de universidades públicas (y de algunas
privadas), profesores, artistas de toda clase y
talla, indígenas, y gente del común
convocaron a un Paro Nacional que hasta el
día de hoy no ha encontrado respuestas ni
soluciones.

Ese jueves 21, solo en Pasto marcharon con
tranquilidad; el resto del país salió a las calles
porque perdieron el miedo a las medidas
represivas contra la protesta social. Medellín
no fue la excepción pero, a diferencia de
Pasto, su protesta fue acallada por gases y
bombas aturdidoras, por capturas ilegales y
testas reventadas. Aun así, viviendo lo vivido
ese 21, San Antonio de Prado al día
siguiente, con dignidad y sin miedo,
ocupamos las calles y le arrebatamos a la
fuerza del estado nuestro derecho a
protestar.
Y como si inagotable fuera esa fuente de
indignación, los pradeños estuvimos en las
calles durante cinco días. El 23 de noviembre
marchamos de nuevo por las calles que nos
faltó el 22. El 24 de noviembre nos reunimos
nuevamente a las seis de la tarde alrededor
de una pantalla. Se proyectó, en vivo, la
palabra de un compañero chileno, con el que
conversamos como si estuviera a nuestro
lado; nos contó de su férrea lucha y la de su
pueblo contra la dictadura de Piñera.
Esa noche del 24 de noviembre, pensé que
era la última vez que San Antonio de Prado la
pasaba en las calles manifestándose, pero los
acontecimientos inesperados nos volcaron
con indignación y rabia nuevamente a las
calles.
Mientras nuestro compañero chileno nos
contaba cómo mataban en dictadura, el
ESMAD en la ciudad de Bogotá mataba en
democracia a Dilan Cruz. Era el primer
muerto que dejaba el Paro Nacional; un
joven de 18 años que apenas terminaba su
bachillerato y se encontraba allí ejerciendo
su derecho a protestar, derecho que una
bala del ESMAD le arrebató. Recuerdo que la
solidaridad y la rabia nos hizo salir el 26 de
noviembre con una vela blanca en la mano,
al mismo y tan mencionado parque de Prado.
De nuevo, las banderas puestas en el suelo, y
alrededor de ellas sentados estaban jóvenes
con guitarras, maracas y tambores
esperando la señal para irrumpir en el
silencio que dejó la muerte.
Días antes, sobre el ambiente político y social
del Valle de Aburrá y sobre todo del sur de
este, y reunidos bajo el nombre “El Sur Renace” resistían los municipio de Envigado,
Itagüí, Sabaneta, La Estrella y el
corregimiento de San Antonio de Prado en
una sola voz y con las mismas consignas en
su lucha.
Ni la muerte, ni el miedo, ni el aumento de
pie de fuerza, ni los allanamientos, ni las
amenazas lograron menguar lo que con tanta
fuerza se exigía en las calles colombianas.
Como efecto inesperado de sus acciones,
ocurrió todo lo contrario. Si la fuerza bruta
de la policía ingresaba a un periódico
independiente a confiscar sus pertenencias,
si amenazaban a un compañero por sus
registros fotográficos, o si mataban a alguno,
la solidaridad era siempre la respuesta, la
solidaridad y la protesta social.
El último día (hasta hoy) que San Antonio de
Prado ocupó sus calles en abierta
inconformidad con el gobierno actual, fue un
seis de diciembre. Una navidad atípica le
llamaron, una en la que el estruendo de las
cucharas contra las cacerolas opacaba el
silbido y el tronar de los voladores
decembrinos; una en la que los gozos y
villancicos se convirtieron en asambleas y
bloqueos.
El seis nos reunimos nuevamente en el
parque de Prado y seguramente alrededor
de las mismas banderas que alguien estuvo
llevando durante estos cinco días. Se
escuchaban los estruendos de las cucharas
contra las ollas, pitos de cornetas y alguien
cantando al ritmo de tambores hechos con
canecas de basura y palos de escoba;
marchamos cada palmo del territorio y
salimos marchando de allí rumbo al centro
comercial Mayorca, el más visitado del sur de
la ciudad, donde sería el encuentro con los
municipios de El Sur Renace.
Cinco días que quizá se olviden es
irónicamente un recuerdo que lucha contra
la fuerza implacable del tiempo y el olvido.
Una reminiscencia cargada de esperanza.

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